De vez en cuando salgo a comer por ahí y, lejos de ir a uno de estos restaurantes donde todo es pulcro y exquisito en sus formas, acabo en bares más "de siempre", esos bares donde la barra pide cañas por sí misma y dejas de tener nombre para pasar a llamarte "¿lo de siempre?". Lo de siempre, claro: marinera y caña, y ve preparando una jarra.
Esos son los bares de siempre, los bares de la infancia, los bares de una época en que las leyes eran menos estrictas y la comida sabía diferente, más casera, más, cómo decirlo... salmonelada. Eran los restaurantes donde creció mi generación, la generación de los gamers de la vieja escuela: la generación de la recreativa de bar.
Y es que, perdonad que me ponga nostálgico, pasé buena parte de mi infancia esquivando humos de tabaco y puro de sobremesa para alcanzar a ver aquellas pantallas que se me antojaban enormes y a través de las cuales, por 25 pesetas, se entraba a un mundo de fantasía que ya quisiera el armario de Narnia. Recuerdo buscar en cajones y entre los cojines del sofá algún tesoro que me permitiera rascar un segundo más a la tarde frente a aquellas máquinas de madera, plástico y cristal, que he aprendido a añorar como el borracho a la botella de ginebra (sí, queridos lectores, en este blog somos retrohólicos).